Las invasiones jubiladas

Un artículo de MARCELO ROLANDI (Uruguay)


Seamos sinceros: ¿a qué aficionado al cine de CF no le gusta ver, de vez en cuando, a la Tierra (o por lo menos, a una parte del Hemisferio Norte) hecha puré por obra y gracia de una fuerza invasora alienígena? Frente a esas imágenes de destrucción masiva, toda nuestra posible empatía se pone en “off” y disfrutamos morbosamente con el trabajo de barrido hecho por los visitantes de allende nuestro planeta. Claro que al final, los “buenos” (generalmente militares y/o científicos ciudadanos de los EEUU, que supuestamente representan y/o defienden al resto del mundo), los “buenos”, decía, siempre ganan, a veces de manera casual y muchas veces de manera absolutamente ridícula.
Parece que hay consenso en que la “Edad de Oro” de las películas de “invasiones extraterrestres” fue la década transcurrida entre los años de 1950 y 1960. Psicólogos, sociólogos y otros “ólogos” entienden que la producción avasallante de ese tipo de películas en los EEUU encubría (o revelaba) el miedo que provocaba en los estadounidenses el avance del poderío de la Unión Soviética luego de la Segunda Guerra Mundial. No por nada, casi al mismo tiempo que el “cine de invasiones” se desarrolló también el “cine de catástrofes nucleares”. Hay que entender que en esa época el miedo era “real” y la histeria anticomunista alcanzó cotas inigualadas en los EEUU – la consigna de moda era “mejor muerto que rojo”, “better dead than red”. La URSS (y su gente) eran el “Planeta Rojo” que amenazaba el “modo de vida americano”, defendido explícitamente por Superman/George Reeves en la pantalla chica de aquellos años.
Extrañamente, el puntapié inicial de todo el asunto surgió como una crítica (encubierta) hacia las políticas de colonización imperialista del Reino Unido durante el siglo XIX. Fue Herbert George Wells, con su novela “La Guerra de los Mundos” (1897) quien inauguró oficialmente los relatos de “invasiones extraterrestres”. El latigazo psicológico que esa obra produjo en muchas conciencias quedó demostrado con la célebre versión radiofónica que Orson Welles (cuyo apellido a veces se intercambia erróneamente con el de H.G.) y sus compinches del Teatro Mercurio realizaron en 1938: el pánico que desató entre los oyentes es recordado hasta hoy como uno de los episodios más grotescos en la historia de las radiocomunicaciones.
En cambio, pocos recuerdan que en su novela, H. G. Wells se refiere concretamente al episodio real que le sirvió de inspiración: el exterminio casi total, por parte de tropas británicas, de los aborígenes de Tasmania – que no es un invento de la WB, sino una isla situada al sureste de Australia y cuya superficie total es poco más de un tercio de la de Uruguay. El horror que provocó en Wells el conocimiento de esta atrocidad (ocurrida unos treinta años antes de su nacimiento) probablemente lo llevó a especular cómo se tomarían los orgullosos británicos una cucharada de su propia medicina. Los tasmanios estaban por completo indefensos ante las armas de fuego de los ingleses; del mismo modo que los ingleses, en la novela, están indefensos ante el “rayo ardiente” de los “marcianos”, o el menos conocido “humo negro” – una auténtica premonición del uso de gases venenosos como arma en la Primera Guerra Mundial.

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